El humilde y siempre cansado Duncan, descargaba una mañana más las pesadas
cajas de su más fiel compañera, la vieja furgoneta de su padre. Aquellos primeros rayos de luz del día dolían
más que nunca, y con cada paso, el madrugador currante, que rozaba ya la
cuarentena, maldecía su vida lamentando haber tenido que dormir una noche más
en el sofá del apartamento. Su espalda
se había convertido en una siniestra autopista de dolor que le recordaba a cada
movimiento lo harto que estaba de su mujer.
Evidentemente, Zhang Chan, su nuevo cliente de hacía a penas unos dos
meses, no se había percatado lo más mínimo de la mala cara de su proveedor,
pues concentraba toda su atención en mantener un sencillo diálogo, empleando la que él consideraba una extraña lengua extranjera. Mientras el nuevo dueño del colmado de la
esquina, que llevaba años cambiando de manos cada poco tiempo, se limitaba a
contar las cajas que entraban en su almacén y nombrar entusiasmado su contenido, demostrando su facilidad para adquirir nuevo léxico en poco tiempo, Duncan intentaba quitarse de la cabeza la idea de largarse de su
casa para siempre. Llevaban casados
cinco años, más los siete previos de noviazgo, y desde hacía ya tiempo,
discutir con su mujer era una acción tan rutinaria como descargar su vieja furgoneta
cada mañana. De hecho le costaba recordar un día que no acabara con algún
portazo, sollozo, reproche o palabra mal sonante. Duncan se detuvo un instante antes de cargar
la última caja con refrescos y bebidas alcohólicas, dejó escapar un profundo y sonoro
suspiro, y acabó la faena. Zhang le sonrió mientras se despedía moviendo la cabeza de arriba bajo, de aquella forma tan graciosa de la que solo es capaz
una persona oriental, al tiempo que Duncan regresaba a la furgoneta con la mano
derecha acariciando su zona lumbar.
Zhang llevaba horas despierto, y pese haber cerrado muy tarde, ignorando
cualquier norma al respecto, su rostro no denotaba signo alguno de cansancio. Antes de
abrir la tienda se dispuso a colocar en las estanterías y frigoríficos los
artículos que Duncan acababa de traerle.
Normalmente aquella tarea se la reservaba a su hija, pero ese día tenía
que estudiar para un examen importante en la escuela, y la había eximido de sus
responsabilidades. Después de rellenar
la estantería de las bebidas alcohólicas, que tenía justo detrás del mostrador
para evitar pequeños hurtos, regresó al
almacén y se percató de la existencia de una nueva caja, exactamente igual a la
que acababa de vaciar. La retiró a un
costado y después de revisar concienzudamente el albarán y convencerse de que
existía gente que cometía errores, decidió devolvérsela a Duncan cuando
regresara. Aquél fue un día muy
tranquilo, quizás excesivamente para un negocio. Desde hacía días Zhang se
lamentaba de haber tomado la decisión de adquirir aquel comercio, pudiéndose
haber decantado por el restaurante o el bazar, que según le dijo un amigo de su
prima, que vivía allí desde hacía seis años, eran negocios mucho más rentables a largo plazo. Lo que estaba claro es que no ganaba suficiente para que sus otros
dos hijos pudieran vivir con él, y se tenía que conformar con llamarlos
muy de vez cuando, pues las llamadas a Shangai no eran precisamente baratas. Entradas las once de la noche aparecieron en la tienda tres jóvenes
enfundados en sus enormes abrigos, con un aspecto algo macarra y un exceso de
soberbia en sus andares. Zhang dejó que entraran, pero salió del mostrador para
tenerlos controlados. Uno de ellos miraba los precios de los frutos secos, los
otros dos parloteaban en un rincón de la tienda en un tono demasiado bajo para
que Zhang pudiese oírlos, aunque de haberlo hecho, la falta de vocalización y
el exceso de tacos y expresiones sin sentido, hubiesen tenido el mismo
resultado en su comprensión, es decir, ninguno. Tras unos minutos de espera,
uno de los chicos se dirigió al dueño y le señaló la estantería tras el
mostrador. Zhang apartó la mirada de
aquel joven cargado de aros, collares y pulseras resplandecientes y la dirigió
hacia las botellas de Whisky, acto seguido negó con la cabeza. Conocía las normas, pasaba la hora de venta de
alcohol y aquellos chicos no tenían la edad, por lo que se mostró rotundo en su
respuesta. Pese a ello, el joven no se dio por vencido e insistió en su
petición. Tras unos minutos en los que
ninguno de los dos cedió terreno, manteniéndose firmes en sus posiciones, el joven macarrilla sacó de su cartera suficiente dinero para comprar
dos de aquellas botellas. Zhang observó muy tentado la oferta y recordando el error de Duncan, que le había dejado un par de Whiskys de más en la trastienda, al tiempo que motivado por la poca caja que había hecho durante el día, cogió los billetes y les proporcionó
a aquellos chavales lo que andaban buscando, una noche de borrachera en el
banco del parque.
Jonathan, o ‘El Jona’ como le llamaban sus amigos, caminaba con la botella
de Whisky elevada sobre su cabeza, como si de un premio se tratase, por las
oscuras y frías calles del barrio, seguido por sus dos amigos, que lo alababan
como a un héroe tras batir su última hazaña, pagar el doble
de precio por un botella regalada. El parque era siempre el
lugar idóneo para el botellón, pero aquel viernes por la noche los planes eran
distintos, y ‘El Jona’ se disponía a seducir a una chica de su instituto y
convertirla en ‘su piva’, aunque bien hubiese salido corriendo la pobre
muchacha de saber lo que se le venía encima. Para llevar a cabo la ardua tarea disponía
de una botella entera de Whisky y de la compañía y consejos de sus dos mejores
amigos, o mejor dicho, de sus dos incondicionales vasallos. Mientras se
dirigían hacia casa de la susodicha, se sentaron en un banco y comenzaron a beber,
aunque la última acción fue más bien realizada tan solo por uno de ellos.
Jonathan escuchaba a sus amigos con la poca atención que lo caracterizaba,
divagando en sus huecos pensamientos y cambiándose de posición la visera de la
gorra de vez en cuando. De hecho uno de
aquellos dos chicos jamás había intercambiado más de tres palabras con alguien
del sexo opuesto, y el otro presumía de haberse besado con una linda chavala en
una fiesta de verano, aunque lo que nadie sabía es que aquella chica era su
prima, tres años menor que él, y que apenas fue un pico mal dado. La noche
transcurría lentamente, contrastando con la velocidad a la que Jonathan
fulminaba la botella de Whisky, ayudado en ocasiones contadas por sus dos
seguidores. En poco tiempo, las estrellas ya se movían de un lado a otro y la
luna, medio llena, parecía inquieta. La luz de las farolas impactaba con fuerza
sobre la carrocería de los coches y estos parecían desplazarse unos centímetros
sobre el suelo. En aquel momento Jonathan comprendió que ya había bebido
suficiente, haciendo uso de su ya larga experiencia por el mundo del garrafón y
el botellón de barrio, y se incorporó en una exhalación, vaciando el poco
líquido que quedaba en la botella sobre
el abrigo de uno de sus amigos. Éste lo miró enfadado, al principio temeroso de
retar a su amigo, pero más tarde convencido de que tenía sus razones para
mostrarse contrariado, mientras los otros dos se reían con fuerza, batiéndose el eco de aquellas carcajadas a
un duelo de decibelios por despertar a algún vecino. ‘El Jona’, al ver que su amigo no les
acompañaba en su particular fiesta, impactó la botella contra el banco y la
partió en mil pedazos. El silencio lo
invadió todo por unos segundos, mientras el chico recogió del suelo uno de los
vidrios esparcidos por toda la acera.
Los dos lo miraron atónitos, deseosos de averiguar que osadía se traía
entre manos en aquel momento. Jonathan elevó el vidrio para que todos lo
pudiesen ver y tras decirle a su amigo, al que minutos antes había puesto
perdido de Whisky, que lo sentía en el alma, se abalanzó sobre un Ford Mondeo
plateado perfectamente estacionado frente a ellos y comenzó a rayar la puerta
del copiloto mientras repetía una y otra vez,
enloquecido; ``Toy to loco’’. Escena a la que sus amigos correspondieron
con un merecido y sonante; ‘ Eres el puto
amo’.
A la mañana siguiente Nick se llevó las manos a la cabeza al observar aquel
desastre. Le propinó una patada al banco con todas sus fuerzas, las pocas que
le quedaban después de una larga noche de desgaste físico, y no pudo evitar
magullarse el pie ante tal desfogue de energía contra un material tan
sólido. Nick, que intentaba ahogar cada
noche la profunda desolación que le causaba haber cumplido los treinta entre
combinados baratos de poca clase y las piernas de alguna joven muchacha, miraba
perplejo aquél conjunto de rayotes mal intencionados que se repartían por la
puerta delantera derecha del coche de sus padres. Recordó entonces aquella voz gastada y
cansina de su padre que le advertía, cada noche al salir de casa, que vigilara
donde estacionaba su coche, y su manera automatizada de responder ante tal
consejo con un simple y malhumorado; ‘si, papá’. Entró
en el coche y cerró los ojos, debería pagar aquel desastre de su propia
cartera. Puso en marcha el motor, que
parecía despedir sus últimos rugidos, y se encendió la radio.
La locutora, con una voz excesivamente molesta para aquel empleo, informaba
sobre el estado del tiempo y anunciaba fuertes lluvias durante toda la mañana y
gran parte de la tarde. Nick miró hacia
la calle antes de arrancar y comprobó que comenzaba a chispear, posando por
unos segundos la mirada en el balcón de aquella chica rubia que había conocido
la noche anterior. No era gran cosa,
pero había pasado una buena velada a base de sexo sin compromiso. Emprendió la marcha al tiempo que el cielo
crujía sobre la ciudad y despedía sus primeras gotas del tamaño de pelotas de
ping pong. Aquella mañana llegaría tarde
a su monótono y mal pagado empleo en una tienda de animales, pues iba a
desviarse para dejar el coche en el mecánico. Con su bajo salario no se podía
permitir independizarse y se había convertido en un triste embustero que
acosaba cada noche a decenas de jovencitas inventándose una vida que siempre le
hubiese gustado llevar, con maletín, traje, y anillo de casado para aumentar el
morbo, conformándose con vivir de aquella fantasía al no disponer de
suficientes agallas para intentar hacerla realidad. Al cruzar la esquina hacia la calle del
taller más cercano a la tienda de animales, empleo que le fascinaba desde los
ocho años pero que desde hacía ya unos cuantos había comenzado a aborrecer, empapó
de arriba abajo a una pobre anciana que se disponía a cruzar por el paso de
peatones. Miró hacia atrás, y al comprobar el enorme charco sobre el que acaba
de pasar, emitió un tímido y prácticamente efímero gesto de disculpa con la mano.
La señora se quedó petrificada, con la boca abierta y mirando al frente,
dónde resplandecía entre la lluvia el color verde que permitía el paso a los transeúntes. Tras unos largos segundos
digiriendo la situación, la anciana se sacudió el abrigo con la mano libre, sin
dejar de sostener el paraguas con la otra, que de poco le servía, y comprobó lo
empapada que estaba. Su perfecto maquillaje
y sus limpios y pulcros atuendos, cuidadosamente seleccionados para impresionar
al panadero, ya de nada le servirían. Aquel ritual matutino que la entretenía
frente al tocador de su habitación retocándose al detalle cada esquina de su
rostro, no daría resultado. Tras cinco años de luto, aquel hombre del
sur, con su delantal y su exquisito desparpajo, había conseguido despertar una
parte de ella que creía enterrada, y aunque se trataba de un secreto de su más
intima vida privada, le encantaba recuperar aquel espíritu casi adolescente que
ya había olvidado. Pero aquella mañana,
pese haberse dispuesto a superar el temporal, la suerte no estaba de su lado, y
tras comprenderlo, dio media vuelta y
caminó sobre sus pasos, de vuelta a casa. Durante el camino observaba atenta a
banda y banda, bajo su negro paraguas, no quería que nadie la viera en aquel
estado tan lamentable, y la simple idea de que su vecina aguardara tras la
mirilla cuando llegara al rellano, la atormentaba. Por fin llegó al portal, no se puede decir
que su paso fuese ligero, pero para arrastrar unos cuarenta años en cada
pierna, no estaba del todo mal. Cruzó todo
lo rápidamente que pudo frente a la puerta del conserje, encontrarse con él
hubiese resultado catastrófico, y aguardó a la espera del ascensor. Era uno de aquellos
ascensores antiguos que se estropeaba de vez en cuando y cuya sustitución por
uno moderno se proponía sin éxito en cada reunión de vecinos por parte de los
dueños del ático. Mientras aquel
cubículo claustrofóbico bajaba desde el tercero a paso de tortuga, la señora
continuaba sacudiéndose el agua ignorando el enorme charco que se iba formando
poco a poco en el suelo. Tras la larga
espera, eterna para la expectante y avergonzada anciana, el ascensor llegó al
vestíbulo. Al entrar estuvo a punto de
perder el equilibrio, sus zapatos negros con tacón, de la zapatería de su
nuera, estaban muy mojados y las medias se deslizaban peligrosamente por su interior. Tras cerrar
las puertas manuales dio un largo suspiro, se santiguó y deseó pasar la última
prueba con éxito, pues aun podía coincidir con su vecina cotilla.
Pocos minutos más tarde salió, silbando alegremente, el portero de la finca, abandonando por tercerca vez esa mañana su
pequeña sala de estar improvisada. No tardó ni un minuto en percatarse del enorme charco que se había formado frente al ascensor. Volvió a entrar de inmediato
al cuartillo en busca de una fregona, sustituyendo aquellos silbidos, que tanto
molestaban al joven estudiante de farmacia del primer piso, por una serie de
improperios e insultos con los que pretendía, sin éxito, desfogarse. Al salir a toda prisa, se encontró con la
vecina del segundo, que regresaba de la compra,
cargando con su recurrente cara de amargada, e informó al portero del estado del rellano con tono autoritario. Éste, con la fregona en una mano y el cubo en la otra, objetos que
denotaban claramente estar al corriente de la situación, se limitó a asentir y
recordarle que pisara por la alfombra para evitar resbalones o posibles
accidentes, aunque en aquel momento su integridad física no le preocuparaen absoluto. Se dispuso a fregar el
rellano mientras reprimía el ansia de estamparle el cubo en la cabeza a aquella
señora, que desde que su marido la abandonara tres años atrás, había adquirido
una especie de fobia social que la incapacitaba para sonreír o ser mínimamente
educada o agradable con la gente. Mientras secaba el suelo, arrodillado,
se preguntaba si aquellas tareas acabarían provocándole alguna dolencia en la
espalda como las que tenía su hermana, que iba de médico en médico intentando
paliar sus fuertes dolores. Si así
fuera, no podría continuar trabajando y temía que a esas alturas de su vida no
pudiese encontrar ningún otro empleo. La
tormenta mostraba en aquellos instantes su peor cara, y dejaba caer toda su
rabia en forma de cegadores relámpagos y sonoros truenos que impidieron al
preocupado conserje, que continuaba divagando entre sus pesimistas y deprimentes pensamientos,
oír su teléfono móvil, que dejó de sonar a los pocos minutos.
Al otro lado del aparato aguardaba su hija mayor, Matilde, que vivía con su
pareja en un piso pequeño del centro de la ciudad. Necesitaba hablar con su padre, aunque tan
solo lo hiciese muy de vez en cuando, en aquel momento escuchar su opinión le
importaba incluso demasiado. Rosa, con la que había compartido los últimos doce
años de su vida, se marchaba a vivir a San Francisco, pues al parecer no
valoraba la posibilidad de declinar aquella oferta tan tentadora y atractiva
que le habían propuesto desde una conocida empresa de marketing norteamericana.
Ella se debatía entre marcharse de aventura a la ciudad californiana o quedarse
con su vida de siempre, más simple, pero segura y estable. Pese a la dificultad que le conllevaba a su
padre aceptar su estilo de vida, sabía que tenía la suerte de ser hija de un
hombre con la cabeza perfectamente amueblada, y cuyas decisiones rara vez
habían traído malas consecuencias. Tumbada en el sofá, tapada con la manta de los
domingos de ver la tele, y con el teléfono en la mano, se sintió algo decepcionada
cuando saltó el contestador. Esperaba que su padre le solucionara aquella
disyuntiva de forma inmediata, y al no obtener respuesta incrementó su siempre
excesivo estado de nervios. Lanzó el
teléfono al sillón contiguo y se pasó las manos entre la larga melena,
agitándola ferozmente. Cogió el paquete de cigarrillos, en el que únicamente
quedaban cuatro pese haberlo comprado la noche anterior, y se encendió uno
mientras se dirigía a la ventana de la cocina. La ciudad era hermosa los días
de tormenta, mostraba cientos de tonalidades grisáceas que se empeñaban en
envolver cada centímetro del paisaje, y peleaban por impedir que algunos
débiles y atrevidos rayos de sol cruzaran aquella voluminosa y perfecta muralla
de nubes enfadadas y escandalosas. Si hubiese estado de buen humor, no habría
dudado un segundo en coger sus pinceles e inmortalizar aquella preciosa
estampa. Cuando acabó el pitillo abrió
la ventana , dejando pasar una fría y agradable brisa, impregnada de aquel
melancólico olor a tierra mojada que la transportaba a sus días de infancia en
la casa de campo de sus abuelos. Lanzó la colilla a la calle y cerró antes de
que aquella sensación agradable se convirtiera en la precursora de un
resfriado. Regresó al sofá algo más
tranquila, cogió de nuevo el teléfono y volvió a intentarlo.
Pasadas las cuatro de la tarde, la tormenta era ya un recuerdo que había
dejado su particular huella. Algunas hojas, demasiado débiles para soportar las
intensas ráfagas de viento, se hallaban repartidas por el asfalto, inmersas en
un océano de fondo azabache que se agitaba violentamente con el paso de los
coches. En la acera, un niño de apenas seis años correteaba a cierta distancia
por delante de su madre, que parloteaba por el móvil con una compañera de trabajo. El pequeño sorteaba los múltiples charcos con
ligeros saltitos, dejándose caer de vez en cuando sobre alguno de ellos,
jugando a ser un gigante en un mundo en miniatura. El risueño muchacho encontró
en el suelo una colilla empapada, y emulando a su padre, que cada tarde salía a
la terraza a fumarse unos cuantos cigarrillos, la cogió entre sus delgaduchos
dedos y se la llevó a la boca. Sonreía,
divertido, sin ser consciente lo más mínimo de que aquello no estaba bien hecho.
La madre, que tardó unos largos segundos en reaccionar, colgó el teléfono de
inmediato y corrió hacia su hijo, que la miraba con expresión divertida,
intentando imitar el semblante serio y a la vez relajado de su padre cuando
exhalaba el humo. El pobre niño, al ver lo rápido que se aproximaba su madre,
se quedó quieto, inmóvil, asustado. La
madre se agachó y le golpeó la mano para que soltara la colilla, mientras le
repetía una y otra vez que aquello no se hacía, que era una marranada. Mientras la señora, algo más alterada de la
cuenta, regañaba a su inocente hijo, su cuñado cruzó por delante sin
verlos. Casi tocando con las rodillas
en el suelo, a la altura del niño, y obcecada en que quedara clara la lección,
no tuvo tiempo de ver pasar junto a ella al marido de su hermana menor.
Éste, que tampoco los vio, sin ser consciente de la suerte que acaba de
tener, pues su cuñada podía ser tremendamente irritante y pesada, se dirigía
hacia la estación de tren, de vuelta a casa. Aquella semana estaba haciendo
jornada intensiva y salía unas horas antes de lo normal del trabajo. Le
encantaba poder disfrutar de la tarde y llevaba tres días aprovechando aquel
regalo de horario para ir al gimnasio a ponerse en forma. Estaba harto de ver
en series y programas de televisión a hombres de la misma edad que él en perfecto
estado físico, y temía que su mujer ya no lo encontrara atractivo. Esa era la
razón principal por la que se había inscrito al gimnasio e intentaba llevar una
dieta más equilibrada. Aun así, su falta de voluntad y su desconocimiento absoluto acerca de que
ejercicios le convenían o que alimentos podían considerarse realmente sanos, no
auguraban un buen resultado. Llegó a la estación de tren justo a tiempo. Cuando
validó la tarjeta en la máquina el tren estaba entrando en su decimoquinta parada de la línea. Aquella
tarde había mucha más gente de lo normal en el andén, se notaba que el
transporte público era una de las mejores elecciones, aunque no la más
confortable, en un día de lluvia como aquel, pues la ciudad tendía a colapsarse
con facilidad y los embudos en las avenidas principales eran muy frecuentes en
condiciones meteorológicas adversas.
Haciéndose un hueco entre el pelotón de personas hambrientas por
disponer de uno de los privilegiados asientos libres, consiguió entrar en el tercer
vagón. Se agarró a una barra de hierro, más fría que nunca, y esperó a que se
cerraran las puertas, tras el clásico pitido final. Tras dos paradas en las que el tránsito de
pasajeros entrando y saliendo del tren fue extremadamente asfixiante, divisó
sentado a unos metros de él a un viejo compañero de la facultad de económicas.
Al verlo, no dudó un instante en gritar su nombre, y al menos una docena de
caras extrañas se giraron de golpe para mirarlo desconcertadamente. El hombre,
de su misma edad, pero del doble de peso, se levantó ágilmente, para sorpresa
de muchos, e intentó acercarse hacia su antiguo compañero. Tras unos segundos apartando gente, algunos
luciendo algunas de sus peores caras, los dos amigos se fundieron en un abrazo. Habían compartido muchos
momentos en el pasado, durante su vida universitaria, y como los pocos malos con el tiempo se olvidan, en aquel instante
los dos hombres se mostraron alegres de haberse encontrado. No les costó mucho
sustituir sus planes para aquella tarde por una apetitosa cerveza con
intercambio de historias y experiencias vividas aquellos últimos veinte años. En
la siguiente estación bajaron sin poder borrar aquellas sinceras sonrisas de
sus caras y entraron en el primer bar que encontraron. Los años no perdonaban a nadie, las entradas,
las canas y aquel metabolismo que se cebaba con sus barrigas eran una buena
prueba de ello. Se sentaron en la barra y le pidieron a una hermosa chica
pelirroja dos cervezas de barril.
La pobre camarera llevaba un día de lo más estresante. Los días de lluvia
se triplicaba la clientela. A penas hacía un mes y medio que había empezado con
aquel empleo y no tenía ninguna experiencia. Además sospechaba que su jefe, un
viejo verde que se pasaba el día quejándose del gobierno, la hubiese contratado
solo para alegrarse la vista poniéndole aquel ridículo uniforme. Lo cierto era, que en tardes como aquella, se
sentía desbordada e inútil al no poder atender a todos lo clientes. Su horario
no era muy exigente, al contrario que el de su compañero de noche, que nunca
sabía a que hora cerraba, pero no tenía ningún apoyo en el local, el jefe tan
solo se ocupaba de la caja y de charlar con los clientes habituales, mientras
ella iba de un lado a otro, reponiendo material y sirviendo y limpiando
mesas. Aún así necesitaba el empleo, era
algo temporal, pero necesitaba dinero para acabar sus estudios y pagar el
alquiler del piso. Mientras al menos
cinco o seis personas la seguían con la mirada dispuestas a llamar su atención
con el repetitivo y típico ‘perdona’ con el que había llegado a tener
pesadillas, la agobiada empleada intentaba alcanzar dos jarras para cerveza que
estaban demasiado elevadas para su estatura estándar. Tras coger la primera y ponerla sobre el
mármol, volvió a ponerse de puntillas y rozó la segunda, con la mala suerte que
ésta se deslizó más de la cuenta y se precipitó al vacío. El estruendo del vidrio haciéndose añicos
calló de un golpe todas las bocas de aquel local, que bien podía ser un bar de
copas nocturno o una granja para tomar algo por la tarde, en ambos casos
resultaba igual de cutre. La chica miró
al suelo y se tapó la boca con las manos, en menos de un mes había roto una docena de vasos. El dueño se acercó a ella negando con la cabeza y con una
pose un tanto agresiva. La llamó patética lo suficientemente alto para que el
resto del local se enterara, aunque fingiera no estar mirando ni al tanto de la
escena. Ante tal humillación, la hermosa mujer, que ya acariciaba los treinta años, salió
del local por la puerta trasera hacia el callejón por donde cargaban la despensa,
limpiándose dos o tres inevitables lágrimas con el delantal blanco que tanto
odiaba. En aquel instante, se percató de la presencia frente a ella, de una
antigua pero aún servible furgoneta de reparto de tamaño generoso. Intentó
fingir que no sucedía nada, pero tenía cierta dificultad para controlar sus
emociones. Cuando éstas se desataban, era complicado ponerles freno, y aquello
le había traído muchos problemas a lo largo de su vida. Duncan bajó de su medio de transporte y
compañero de trabajo con cierta lentitud, pues su espalada aun se mostraba
resacosa de dolor, y se acercó a la
desconsolada camarera a la que apenas conocía de vista. Le acercó un pañuelo y se quedó unos segundos
contemplándola sin decir nada. Aquella mujer le pareció hermosa, de sus ojos profundos
caían pequeñas lágrimas que no podían ahogar la belleza de aquella mirada,
sincera y cercana, más cercana que ninguna otra. La chica lo cogió agradecida, y Duncan le dedicó media sonrisa, sin poder evitar recordarle algo que no tenía demasiado presente; Eres preciosa.
Aquel momento fue único, aquella mirada le permitió adentrarse y conectar con ella, de una forma
inefable, de una manera que aún hoy, mucho tiempo después, intenta
explicar. No ha perdido un ápice de
magia aquella extraña conexión, desde aquel día en el callejón ambos se unieron
de algún modo para solucionar lo que no iba bien en sus respectivas vidas. Sin
saber nada, lo sabían todo. Sin conocerse, se entendían a la perfección, sin
palabras, tan solo con gestos, con simples gestos, podían lograr extraer
cualquier información el uno del otro.
Quizás fue aquella fuerte tormenta, corta pero intensa. A lo mejor fue
cosa de un descuido provocado por el exceso de cansancio y la falta de
concentración, o por la necesidad de un honrado trabajador que necesitaba ver a
su familia, por el sonido de una botella al romperse en mil pedazos o al rayar
la carrocería de un automóvil en medio de la noche, o quizás se tratara de una
simple salpicadura inoportuna o de la consecuencia que ésta puede provocar
sobre el suelo de un antiguo portal. Es posible que aquella magia dependiera
también de una llamada que nunca se contestó, o de un cigarrillo mal apagado
que sobrevoló una ciudad pasada por agua, de un niño curioso que intentó
impresionar a su madre o de un encuentro que no se produjo para que se
produjese otro mejor. Puede ser que si aquella jarra de cerveza no hubiese
caído en aquel instante preciso, ellos dos jamás se hubiesen conocido, al menos de ese modo, y
quizás, si nada de todo eso hubiese pasado, jamás hubiesen unido sus caminos de una forma tan íntima.
Fuera como fuere, aquel instante fue único, y se produjo por una serie de
circunstancias que ninguno de ellos dos sería capaz jamás de comprender o
adivinar. Sin lugar a dudas todo tiene una repercusión, la cuestión es si esa
repercusión se expande y se aleja lentamente, o en algún momento regresa y te
regala una merecida segunda oportunidad en tu vida.
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