Claudette era todo cuanto yo he
querido. Jamás me he sentido tan
conectado a alguien, tan anonadado por su presencia. Podía pasarme horas
perdido en sus acristalados ojos color turquesa, que lograban hipnotizar a
cualquiera que no fuera capaz de escapar fugazmente de su laberíntica mirada.
Lo que la hacía más especial, es que no era consciente de su poder, de la
influencia que era capaz de ejercer sobre el resto, y esa siniestra inocencia
me rasgaba el alma. Una vez te captaba
eras capaz de hacer todo cuanto ella quisiera, eras capaz de amarla si así lo
deseaba, o eras capaz de odiar a quien ella te ordenase. En mi vida, he sentido
en distintas ocasiones que perdía los estribos, que no controlaba el rumbo que
marcaban mis pasos, pero jamás he estado tan perdido y encantado como lo
estuve bajo el embrujo de Claudette.
Durante cinco años fue mi vecina,
en un ático de la calle Minerva, cerca del famoso y transcurrido paseo de
Gracia, por el que tantas noches he vagado pensando en ella. Allí vivió con su madre y sus dos hermanos
hasta que el mundo le perdió la pista.
Se dedicaba a tocar el piano cada tarde, a las seis en punto,
interrumpiendo únicamente aquella tarea los domingos, que reservaba para
perderse por el encanto de las estrechas calles del barrio del Borne. Recuerdo perfectamente aquella melodía, jamás
he sido capaz de olvidarla, se repetía una y otra vez, cada tarde de cada día,
cada mes, durante cinco años. Claudette no tocaba otra cosa, siempre deleitaba
mis oídos, y los de todos aquellos a los que alcanzaba con su música, con la
misma partitura, con las mismas notas. Era una de las muchas peculiaridades de
aquella chica que la hacía sobresalir en un mundo de sombras, distintas por
pequeños matices, pero oscuras al fin y al cabo todas. Su madre jamás se relacionó con nadie. A
penas se la escuchaba en algunas ocasiones llamando a sus hijos a la mesa a
través de las finas paredes del antiguo apartamento de mis padres. De hecho, difícilmente le pongo cara, no
recuerdo si en el bello rostro de mi primer amor tuvo algo que ver la herencia
materna.
Por aquel entonces aún me
sobraban dedos en las manos para contar mis años y mi hermano aún no había
abandonado el nido. Mis padres
trabajaban duro durante todo el día en una tienda de electrodomésticos en la
calle Rosellón y mi hermano se dedicaba a vivir la noche y dormir el día. Yo no hacía más que ir de la escuela a casa y
de casa a la escuela esperando con ansia mi cita con Claudette cada día al caer
la noche. Sobre las diez, cuando la
ciudad se sumergía en sueños, solía engañar a mis padres e irme a la cama,
cuando en realidad lo que hacía era escabullirme por la ventana y reunirme con mi amada en el jardín de su
gigantesco ático. No era una hazaña peligrosa, pues mi ventana comunicaba con
el patio de los vecinos, y éste con la calle, por lo que resultaba tan sencillo
como abrir la puerta principal del edificio y subir hasta casa de Claudette.
Recuerdo que las ganas de verla aumentaban con cada peldaño, hasta llegar un
punto en el que necesitaba parar, respirar e intentar calmar mis nervios.
Claudette siempre aguardaba a
oscuras tras la puerta, tratando de adivinar el momento de mi llegada. Siempre lograba abrirla sigilosamente en el
momento preciso en el que ponía el primer pie en su rellano y entonces me
miraba fijamente, indicándome con su dedo índice posado verticalmente sobre sus
finos labios rosados, que guardara silencio. Yo la seguía, caminando en
cuclillas, imitándola, traspasando el largo ático sumergido en la negra noche,
donde jamás se oía a nadie. En cuestión
de segundos llegábamos a la escalera de caracol que comunicaba con la planta
superior y Claudette solía pararse frente a ella, alzar los brazos para
mostrarme que se detenía y abrir el cajón de la mesita que se hallaba bajo sus
peldaños para coger las llaves de la terraza.
No era hasta entonces, cuando
cerraba la puerta del terrado y nos adentrábamos en la inmensidad de aquel
jardín que parecía no tener fondo, cuando Claudette sonreía, orgullosa de haber
pasado un día más la prueba de no ser descubiertos. A partir de aquel momento se iniciaba un
seguido de eventos para los que nunca encontré explicación. La noche caía
lentamente sobre nosotros con todo cuanto la acompañaba. Cada una de sus
estrellas parecía precipitarse hacia aquel jardín donde la luz conseguía
refugiarse de la oscuridad para regresar de nuevo, con más fuerza, a la mañana
siguiente. Cada noche era un mundo distinto, un aroma diferente, una nueva
historia más apasionante e increíble que la anterior. Claudette me cogía de la
mano y me acompañaba a escrudiñar cada rincón mágico de aquel lugar.
Yo era demasiado joven para
buscar explicaciones, para dudar de la veracidad de lo que Claudette me
mostraba o descubría conmigo. Quizás esa
fuera la razón por la que logré disfrutar de aquellas noches o por la que la
vida me concedió la oportunidad de vislumbrar situaciones inimaginables. Mi
curiosidad y mi inocencia resultaba un binomio perfecto para permitirme la
entrada a aquel paraíso acompañado de la más bella de sus hadas.
Barcelona quedaba lejos en tan
solo unos segundos. Recuerdo la primera vez, cuando llegamos hasta un inmenso
lago de agua cristalina, que alcanzaba el infinito y se mezclaba con un cielo
medio gris medio naranja. Allí encontramos un muelle de madera carcomida por el
tiempo en el que no se apeaba ninguna embarcación. Yo estaba nervioso, me
sudaban las manos y no hacía más que mirar hacia todos lados desorientado y
fascinado al mismo tiempo. Claudette en cambio parecía tranquila, su cuerpo se
mimetizaba a la perfección con aquel admirable paisaje y parecía encontrarse
cómoda y liberada. Ella me animó a seguirla y subir al muelle. Allí
la joven me besó por primera vez. Sabía
a ciruelas, recuerdo que se lo dije y ella sonrió segundos antes de tirarse al agua,
rompiendo aquella calma que parecía haber reinado el lugar eternamente.
Aquella fue la primera de muchas
veces, el primero de muchos besos con sabor a ciruela. Sus labios poco a poco se transformaron en mi
deseo y mi vida giraba en torno a ellos.
Pasamos muchas noches visitando lugares increíbles, pero jamás volvimos
a ver uno en dos ocasiones distintas. Cada noche era única, y cada escenario
era inédito. El tiempo tampoco
funcionaba del mismo modo, en apenas veinte minutos volvía a estar en casa,
pese a que mis excursiones con Claudette pudiesen durar horas.
Siempre estuvimos ella y yo
solos, acompañados por nuestro más fiel compañero, el silencio. Ese silencio
que siempre envolvía a Claudette, que la hacía aún más especial al haberla
enseñado a hablar con la mirada, a cantar con sus caricias y susurrar con su
besos. Claudette no podía hablar, pero
jamás me hizo falta que me explicase nada, todo cuanto quería saber lo
encontraba en sus ojos.
El tiempo pasaba, los meses se
esfumaban de mis manos a gran velocidad y yo deseaba detener el tiempo y que
aquellas noches no terminasen nunca. Mi
madre me sorprendió una tarde inmerso en mis dibujos, hechizado por la melodía que descendía desde
el ático hasta mis oídos. Me preguntó a
quién dibujaba, y yo le respondí tembloroso y algo avergonzado que no era nadie
en particular. Ella me miró extrañada,
observó mi esbozo por segunda vez e insistió en identificar a la
retratada. Yo insistí también,
intentando convencerla de que aquella chica que sonreía mostrando unos hermosos
y seductores hoyuelos, no era más que fruto de mi imaginación. Mi madre era una
mujer que no solía contentarse con nada, cualquier muestra de cariño era
insuficiente y cualquier respuesta era demasiado escueta. Dudaba de mis palabras y de las de todo el
mundo por naturaleza, y quizás por esa razón me arrancó el bloc de notas donde
guardaba mi colección de retratos de Claudette. Decenas de aquellos dibujos que
durante meses me ayudaron a rememorar cientos de noches y amenizar la espera a
la siguiente llegaron a ojos de mi madre. En todos ellos se encontraba aquella
linda muchacha que mi madre se empeñaba en reconocer. Entonces fue imposible mentir, mi madre me
dirigió una mirada con la que dio a entender que era mi última oportunidad para
serle sincero y yo sucumbí a sus improvisadas dotes detectivescas. Le expliqué que se trataba de la vecina del
ático, una hermosa joven con la que me había visto algunas veces en el parque
al volver de la escuela. Omití mucha información que no consideré necesaria
para ahorrarle a mi madre un disgusto.
Para mi sorpresa mi madre se enfadó y se llevó el bloc de notas consigo,
repitiéndome una y otra vez que no estaba bien mentir.
Tardé unos días en entender
porqué mi madre había pillado tal berrinche. Al principio creí que se trataba
de celos, la tradicional envidia que puede sentir una madre cuando es
consciente de que ya no es la única mujer de los ojos de su amado hijo. Más tarde me di cuenta, al reclamar mi bloc
de notas, de lo que realmente sucedía. Mi madre me repitió de nuevo que no
mintiese, que jamás, desde que ella se había mudado a aquel apartamento con mi
padre, cuatro años atrás, habían tenido vecinos en el ático. Recuerdo que tuve que sentarme sobre la cama
de matrimonio de mis padres tras perder el equilibrio. Aquella noticia me
golpeó el alma y me difuminó el pensamiento. Durante unos largos segundos no
pude pronunciar palabra, me quedé mirando al frente, mientras mi madre me ventilaba con mi bloc de
notas al observar cómo el color de mi piel se había tornado blanco como el
papel.
No podía ser. No tenía sentido
que aquella muchacha de apenas quince o dieciséis años viviera sola y ajena al
resto del mundo, oculta en las sombras de
un ático de unos ciento cincuenta metros cuadrados, sin nada más en este
mundo que ella misma. Poco a poco fui
reflexionando, y aquella idea no me parecía tan descabellada. Al fin y al cabo
pocas cosas en la vida que Claudette me había dejado explorar tenían sentido.
Mi madre me observó preocupada durante unos minutos, mientras yo continuaba
pensando que sucedía exactamente sobre nuestras cabezas, quién habitaba entre
aquellas paredes.
Fue una noche muy larga, de las
más largas que recuerdo. La primera de muchas noches en las que decidí dejar la
ventana cerrada y permanecer en mi cama, cavilando, intentando encontrar
respuestas a un enigma que poco a poco me iba atormentando. Pensé en Claudette, en si se enfadaría conmigo
al faltar a nuestra cita, en que pasaría a partir de entonces, pero sobre todo
pensé en aquél ático, en intentar entender que encerraba, que tipo de personas
lo habitaban y porqué se empeñaban en mantenerse escondidas del resto del mundo.
Al día siguiente tuve la idea de
volver a sacarle el tema a mi madre, pero aún hoy me arrepiento de aquel
instante. Mi madre me miró perpleja, sin
saber qué hacer, tras comentarle si había escuchado alguna vez aquella canción
tocada a piano que resonaba por todo el edificio, todos los días entradas las
seis de la tarde. Tras unos segundos
incómodos y tensos negó con la cabeza, sin apartarme sus ojos negros que me
miraban cómo si no me conocieran.
Pasaron un par o tres de semanas
hasta que reuní el valor suficiente para volver a esfumarme por la ventana del
cuarto en busca de mi amiga Claudette, que en aquellos instantes no era más que
una desconocida culpable de mis últimas noches en vela. Seguí el recorrido habitual, aunque en esta
ocasión a cada peldaño se incrementaba una sensación que jamás me había acompañado
subiendo al ático; el miedo. Cuando puse
el primer pie en el rellano, la puerta se abrió sin que nadie aguardara tras
ella. Simplemente dejó pasar la oscuridad que emergía de aquella casa hacia el
rellano, donde yo me encontraba de pie, asustado y sin saber muy bien si
adentrarme en ella. Aun no sé cómo pude
atreverme a cruzar la puerta, pero sigo estando orgulloso de aquel gesto. En el interior del ático todo seguía igual
que siempre, ni un resquicio de luz, ni un sonido, tan sólo el crujir del
parquet con cada paso que daba, avanzando con lentitud pero sin pausa hacia la
escalera de caracol. Una vez allí miré alrededor, en busca de Claudette, pero
seguía desaparecida, o quizás oculta en las sombras. Abrí el segundo cajón de la mesita y cogí las
llaves del terrado. Subí las escaleras con cuidado, despacio y llegué a la
azotea. Abrí el porticón de madera y salí al exterior, al jardín, dónde todo continuaba
igual, tranquilo, ajeno a mis nervios que comenzaban a afectar mi respiración,
entrecortada.
Caminé sin rumbo, por primera vez
en aquel jardín. Solía guiarme de la mano de Claudette, pero aquella vez su
ausencia no dejaba otro remedio que seguir paso a paso, sin destino aparente.
Confié en la magia de aquel lugar para que me reuniera con ella, quería pedirle
disculpas por mi abandono, por haber dudado de ella, incluso por haberle tenido
miedo. Aún así en aquellos instantes todos aquellos sentimientos continuaban
revoloteando en mi cabeza.
En unos minutos llegué a un lago,
parecido a aquel lugar en el que Claudette y yo habíamos estado la primera vez,
pero no era exactamente el mismo. El sol abandonaba el cielo escondiéndose bajo
el agua en el infinito y el frío divagaba arrastrando con él un triste y
melancólico aroma a madera mojada. Vi a
lo lejos el muelle, algo más hundido que la última vez, y junto a él una barca
en la que apenas cabían dos personas apretadas. No dudé en subirme a ella y
remar, remar hacia el sol, descubrir que había al otro lado de aquel precioso y
gigantesco lago que me regaló mi primer beso. El cielo se apagaba paulatinamente y el agua
perdía su trasparencia ocultando su contenido, dejando a flote la imaginación,
que no solía prestarme ideas demasiado optimistas.
Pasaron horas, aunque quizás tan
solo fueran minutos, hasta que decidí que me había perdido. No sabía hacia
donde iba, ni de dónde venía. El frio
comenzaba a ahuecarme los huesos y la niebla invadía el ambiente iluminada por
los últimos rayos de un sol que se despedía en el horizonte. Sentí mucho miedo, tanto que era incapaz de
moverme, incapaz de continuar remando. No sé cuánto tiempo pasé allí, en medio de
ninguna parte, en un lugar que no puedo situar en un mapa. Sólo sé que al día siguiente desperté sano
y salvo en mi cama, tapado con mi manta
de lana y con un agradable sabor a ciruela en mis labios.
Jamás he intentado comprender
todo aquello. Yo era un niño y ahora el tiempo ha pasado, y sé que continúo
anclado a esos días, con ganas de volver a vivirlos, pero no con ánimo de
entenderlo. Cuando intentamos buscar respuestas sobre fenómenos que tan sólo
generan preguntas lo más fácil es que nos ahoguemos en un mar de dudas. Claudette me dejó explorar un mundo distinto,
o quizás más de uno. Fueron unos cuatro
años privilegiados que han marcado mi existencia y que posiblemente también
hayan marcado la de otras personas, que cómo yo hayan corrido la misma suerte.
La suerte de descubrir que indudablemente no estamos solos.
No sé si Claudette sigue con
nosotros, si continua tocando a las mil maravillas su canción, que no deja de sonar en mi cabeza, pero estoy seguro de que ella no me hubiese
abierto las puertas de su universo sino confiara en que yo pudiera guardarle el
secreto. Y así fue, después de mi último
episodio en el lago no volví a saber nada de ella. Las noches que me atreví a
subir al ático la puerta permanecía cerrada, ocultando todos sus enigmas y
misterio tras ella, impidiéndome el paso a aquel mundo de fantasía donde tan
sólo un niño era capaz de disfrutar.
Claudette pertenecía a aquel mundo, pero yo tan solo fui un visitante
privilegiado que se intoxicó con el mundo de los prejuicios, empirismo y
objeciones en el que he quedado atrapado por siempre.
Curiosa historia que parece perderse en los límites de la imaginación infantíl. O en esos mundos paralelos que algunos creen que existen.
ResponderEliminarSaludos.
Gracias por leerme y por comentar ohma! Espero que te haya gustado!
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