lunes, 10 de febrero de 2014

Claudette


Claudette era todo cuanto yo he querido.  Jamás me he sentido tan conectado a alguien, tan anonadado por su presencia. Podía pasarme horas perdido en sus acristalados ojos color turquesa, que lograban hipnotizar a cualquiera que no fuera capaz de escapar fugazmente de su laberíntica mirada. Lo que la hacía más especial, es que no era consciente de su poder, de la influencia que era capaz de ejercer sobre el resto, y esa siniestra inocencia me rasgaba el alma.  Una vez te captaba eras capaz de hacer todo cuanto ella quisiera, eras capaz de amarla si así lo deseaba, o eras capaz de odiar a quien ella te ordenase. En mi vida, he sentido en distintas ocasiones que perdía los estribos, que no controlaba el rumbo que marcaban mis pasos, pero jamás he estado tan perdido y encantado como lo estuve  bajo  el embrujo de Claudette.

Durante cinco años fue mi vecina, en un ático de la calle Minerva, cerca del famoso y transcurrido paseo de Gracia, por el que tantas noches he vagado pensando en ella.  Allí vivió con su madre y sus dos hermanos hasta que el mundo le perdió la pista.  Se dedicaba a tocar el piano cada tarde, a las seis en punto, interrumpiendo únicamente aquella tarea los domingos, que reservaba para perderse por el encanto de las estrechas calles del barrio del Borne.  Recuerdo perfectamente aquella melodía, jamás he sido capaz de olvidarla, se repetía una y otra vez, cada tarde de cada día, cada mes, durante cinco años. Claudette no tocaba otra cosa, siempre deleitaba mis oídos, y los de todos aquellos a los que alcanzaba con su música, con la misma partitura, con las mismas notas. Era una de las muchas peculiaridades de aquella chica que la hacía sobresalir en un mundo de sombras, distintas por pequeños matices, pero oscuras al fin y al cabo todas.  Su madre jamás se relacionó con nadie. A penas se la escuchaba en algunas ocasiones llamando a sus hijos a la mesa a través de las finas paredes del antiguo apartamento de mis padres.  De hecho, difícilmente le pongo cara, no recuerdo si en el bello rostro de mi primer amor tuvo algo que ver la herencia materna.

Por aquel entonces aún me sobraban dedos en las manos para contar mis años y mi hermano aún no había abandonado el nido.  Mis padres trabajaban duro durante todo el día en una tienda de electrodomésticos en la calle Rosellón y mi hermano se dedicaba a vivir la noche y dormir el día.  Yo no hacía más que ir de la escuela a casa y de casa a la escuela esperando con ansia mi cita con Claudette cada día al caer la noche.  Sobre las diez, cuando la ciudad se sumergía en sueños, solía engañar a mis padres e irme a la cama, cuando en realidad lo que hacía era escabullirme por la ventana  y reunirme con mi amada en el jardín de su gigantesco ático. No era una hazaña peligrosa, pues mi ventana comunicaba con el patio de los vecinos, y éste con la calle, por lo que resultaba tan sencillo como abrir la puerta principal del edificio y subir hasta casa de Claudette. Recuerdo que las ganas de verla aumentaban con cada peldaño, hasta llegar un punto en el que necesitaba parar, respirar e intentar calmar mis nervios.

Claudette siempre aguardaba a oscuras tras la puerta, tratando de adivinar el momento de mi llegada.  Siempre lograba abrirla sigilosamente en el momento preciso en el que ponía el primer pie en su rellano y entonces me miraba fijamente, indicándome con su dedo índice posado verticalmente sobre sus finos labios rosados, que guardara silencio. Yo la seguía, caminando en cuclillas, imitándola, traspasando el largo ático sumergido en la negra noche, donde jamás se oía a nadie.  En cuestión de segundos llegábamos a la escalera de caracol que comunicaba con la planta superior y Claudette solía pararse frente a ella, alzar los brazos para mostrarme que se detenía y abrir el cajón de la mesita que se hallaba bajo sus peldaños para coger las llaves de la terraza.

No era hasta entonces, cuando cerraba la puerta del terrado y nos adentrábamos en la inmensidad de aquel jardín que parecía no tener fondo, cuando Claudette sonreía, orgullosa de haber pasado un día más la prueba de no ser descubiertos.  A partir de aquel momento se iniciaba un seguido de eventos para los que nunca encontré explicación. La noche caía lentamente sobre nosotros con todo cuanto la acompañaba. Cada una de sus estrellas parecía precipitarse hacia aquel jardín donde la luz conseguía refugiarse de la oscuridad para regresar de nuevo, con más fuerza, a la mañana siguiente. Cada noche era un mundo distinto, un aroma diferente, una nueva historia más apasionante e increíble que la anterior. Claudette me cogía de la mano y me acompañaba a escrudiñar cada rincón mágico de aquel lugar.

Yo era demasiado joven para buscar explicaciones, para dudar de la veracidad de lo que Claudette me mostraba o descubría conmigo.  Quizás esa fuera la razón por la que logré disfrutar de aquellas noches o por la que la vida me concedió la oportunidad de vislumbrar situaciones inimaginables. Mi curiosidad y mi inocencia resultaba un binomio perfecto para permitirme la entrada a aquel paraíso acompañado de la más bella de sus hadas.  

Barcelona quedaba lejos en tan solo unos segundos. Recuerdo la primera vez, cuando llegamos hasta un inmenso lago de agua cristalina, que alcanzaba el infinito y se mezclaba con un cielo medio gris medio naranja. Allí encontramos un muelle de madera carcomida por el tiempo en el que no se apeaba ninguna embarcación. Yo estaba nervioso, me sudaban las manos y no hacía más que mirar hacia todos lados desorientado y fascinado al mismo tiempo. Claudette en cambio parecía tranquila, su cuerpo se mimetizaba a la perfección con aquel admirable paisaje y parecía encontrarse cómoda y liberada.  Ella  me animó a seguirla y subir al muelle. Allí la joven me besó por primera vez.  Sabía a ciruelas, recuerdo que se lo dije y ella sonrió segundos antes de tirarse al agua, rompiendo aquella calma que parecía haber reinado el lugar eternamente.

Aquella fue la primera de muchas veces, el primero de muchos besos con sabor a ciruela.  Sus labios poco a poco se transformaron en mi deseo y mi vida giraba en torno a ellos.  Pasamos muchas noches visitando lugares increíbles, pero jamás volvimos a ver uno en dos ocasiones distintas. Cada noche era única, y cada escenario era inédito.  El tiempo tampoco funcionaba del mismo modo, en apenas veinte minutos volvía a estar en casa, pese a que mis excursiones con Claudette pudiesen durar horas.

Siempre estuvimos ella y yo solos, acompañados por nuestro más fiel compañero, el silencio. Ese silencio que siempre envolvía a Claudette, que la hacía aún más especial al haberla enseñado a hablar con la mirada, a cantar con sus caricias y susurrar con su besos.  Claudette no podía hablar, pero jamás me hizo falta que me explicase nada, todo cuanto quería saber lo encontraba en sus ojos.

El tiempo pasaba, los meses se esfumaban de mis manos a gran velocidad y yo deseaba detener el tiempo y que aquellas noches no terminasen nunca.  Mi madre me sorprendió una tarde inmerso en mis dibujos,  hechizado por la melodía que descendía desde el ático hasta mis oídos.  Me preguntó a quién dibujaba, y yo le respondí tembloroso y algo avergonzado que no era nadie en particular.  Ella me miró extrañada, observó mi esbozo por segunda vez e insistió en identificar a la retratada.  Yo insistí también, intentando convencerla de que aquella chica que sonreía mostrando unos hermosos y seductores hoyuelos, no era más que fruto de mi imaginación. Mi madre era una mujer que no solía contentarse con nada, cualquier muestra de cariño era insuficiente y cualquier respuesta era demasiado escueta.  Dudaba de mis palabras y de las de todo el mundo por naturaleza, y quizás por esa razón me arrancó el bloc de notas donde guardaba mi colección de retratos de Claudette. Decenas de aquellos dibujos que durante meses me ayudaron a rememorar cientos de noches y amenizar la espera a la siguiente llegaron a ojos de mi madre. En todos ellos se encontraba aquella linda muchacha que mi madre se empeñaba en reconocer.  Entonces fue imposible mentir, mi madre me dirigió una mirada con la que dio a entender que era mi última oportunidad para serle sincero y yo sucumbí a sus improvisadas dotes detectivescas.  Le expliqué que se trataba de la vecina del ático, una hermosa joven con la que me había visto algunas veces en el parque al volver de la escuela. Omití mucha información que no consideré necesaria para ahorrarle a mi madre un disgusto.  Para mi sorpresa mi madre se enfadó y se llevó el bloc de notas consigo, repitiéndome una y otra vez que no estaba bien mentir. 

Tardé unos días en entender porqué mi madre había pillado tal berrinche. Al principio creí que se trataba de celos, la tradicional envidia que puede sentir una madre cuando es consciente de que ya no es la única mujer de los ojos de su amado hijo.   Más tarde me di cuenta, al reclamar mi bloc de notas, de lo que realmente sucedía. Mi madre me repitió de nuevo que no mintiese, que jamás, desde que ella se había mudado a aquel apartamento con mi padre, cuatro años atrás, habían tenido vecinos en el ático.  Recuerdo que tuve que sentarme sobre la cama de matrimonio de mis padres tras perder el equilibrio. Aquella noticia me golpeó el alma y me difuminó el pensamiento. Durante unos largos segundos no pude pronunciar palabra, me quedé mirando al frente,  mientras mi madre me ventilaba con mi bloc de notas al observar cómo el color de mi piel se había tornado blanco como el papel. 

No podía ser. No tenía sentido que aquella muchacha de apenas quince o dieciséis años viviera sola y ajena al resto del mundo, oculta en las sombras de  un ático de unos ciento cincuenta metros cuadrados, sin nada más en este mundo que ella misma.  Poco a poco fui reflexionando, y aquella idea no me parecía tan descabellada. Al fin y al cabo pocas cosas en la vida que Claudette me había dejado explorar tenían sentido. Mi madre me observó preocupada durante unos minutos, mientras yo continuaba pensando que sucedía exactamente sobre nuestras cabezas, quién habitaba entre aquellas  paredes. 

Fue una noche muy larga, de las más largas que recuerdo. La primera de muchas noches en las que decidí dejar la ventana cerrada y permanecer en mi cama, cavilando, intentando encontrar respuestas a un enigma que poco a poco me iba atormentando.  Pensé en Claudette, en si se enfadaría conmigo al faltar a nuestra cita, en que pasaría a partir de entonces, pero sobre todo pensé en aquél ático, en intentar entender que encerraba, que tipo de personas lo habitaban y porqué se empeñaban en mantenerse escondidas del resto del mundo.

Al día siguiente tuve la idea de volver a sacarle el tema a mi madre, pero aún hoy me arrepiento de aquel instante.  Mi madre me miró perpleja, sin saber qué hacer, tras comentarle si había escuchado alguna vez aquella canción tocada a piano que resonaba por todo el edificio, todos los días entradas las seis de la tarde.  Tras unos segundos incómodos y tensos negó con la cabeza, sin apartarme sus ojos negros que me miraban cómo si no me conocieran. 

Pasaron un par o tres de semanas hasta que reuní el valor suficiente para volver a esfumarme por la ventana del cuarto en busca de mi amiga Claudette, que en aquellos instantes no era más que una desconocida culpable de mis últimas noches en vela.  Seguí el recorrido habitual, aunque en esta ocasión a cada peldaño se incrementaba una sensación que jamás me había acompañado subiendo al ático; el miedo.  Cuando puse el primer pie en el rellano, la puerta se abrió sin que nadie aguardara tras ella. Simplemente dejó pasar la oscuridad que emergía de aquella casa hacia el rellano, donde yo me encontraba de pie, asustado y sin saber muy bien si adentrarme en ella.  Aun no sé cómo pude atreverme a cruzar la puerta, pero sigo estando orgulloso de aquel gesto.  En el interior del ático todo seguía igual que siempre, ni un resquicio de luz, ni un sonido, tan sólo el crujir del parquet con cada paso que daba, avanzando con lentitud pero sin pausa hacia la escalera de caracol. Una vez allí miré alrededor, en busca de Claudette, pero seguía desaparecida, o quizás oculta en las sombras.  Abrí el segundo cajón de la mesita y cogí las llaves del terrado. Subí las escaleras con cuidado, despacio y llegué a la azotea. Abrí el porticón de madera y salí al exterior, al jardín, dónde todo continuaba igual, tranquilo, ajeno a mis nervios que comenzaban a afectar mi respiración, entrecortada.

Caminé sin rumbo, por primera vez en aquel jardín. Solía guiarme de la mano de Claudette, pero aquella vez su ausencia no dejaba otro remedio que seguir paso a paso, sin destino aparente. Confié en la magia de aquel lugar para que me reuniera con ella, quería pedirle disculpas por mi abandono, por haber dudado de ella, incluso por haberle tenido miedo. Aún así en aquellos instantes todos aquellos sentimientos continuaban revoloteando en mi cabeza.

En unos minutos llegué a un lago, parecido a aquel lugar en el que Claudette y yo habíamos estado la primera vez, pero no era exactamente el mismo. El sol abandonaba el cielo escondiéndose bajo el agua en el infinito y el frío divagaba arrastrando con él un triste y melancólico aroma a madera mojada.  Vi a lo lejos el muelle, algo más hundido que la última vez, y junto a él una barca en la que apenas cabían dos personas apretadas. No dudé en subirme a ella y remar, remar hacia el sol, descubrir que había al otro lado de aquel precioso y gigantesco lago que me regaló mi primer beso.  El cielo se apagaba paulatinamente y el agua perdía su trasparencia ocultando su contenido, dejando a flote la imaginación, que no solía prestarme ideas demasiado optimistas.

Pasaron horas, aunque quizás tan solo fueran minutos, hasta que decidí que me había perdido. No sabía hacia donde iba, ni de dónde venía.  El frio comenzaba a ahuecarme los huesos y la niebla invadía el ambiente iluminada por los últimos rayos de un sol que se despedía en el horizonte.  Sentí mucho miedo, tanto que era incapaz de moverme, incapaz de continuar remando.  No sé cuánto tiempo pasé allí, en medio de ninguna parte, en un lugar que no puedo situar en un mapa.  Sólo sé que al día siguiente desperté sano y  salvo en mi cama, tapado con mi manta de lana y con un agradable sabor a ciruela en mis labios.

Jamás he intentado comprender todo aquello. Yo era un niño y ahora el tiempo ha pasado, y sé que continúo anclado a esos días, con ganas de volver a vivirlos, pero no con ánimo de entenderlo. Cuando intentamos buscar respuestas sobre fenómenos que tan sólo generan preguntas lo más fácil es que nos ahoguemos en un mar de dudas.  Claudette me dejó explorar un mundo distinto, o quizás más de uno.  Fueron unos cuatro años privilegiados que han marcado mi existencia y que posiblemente también hayan marcado la de otras personas, que cómo yo hayan corrido la misma suerte. La suerte de descubrir que indudablemente no estamos solos.   

No sé si Claudette sigue con nosotros, si continua tocando a las mil maravillas su canción,  que no deja de sonar en mi cabeza,  pero estoy seguro de que ella no me hubiese abierto las puertas de su universo sino confiara en que yo pudiera guardarle el secreto.  Y así fue, después de mi último episodio en el lago no volví a saber nada de ella. Las noches que me atreví a subir al ático la puerta permanecía cerrada, ocultando todos sus enigmas y misterio tras ella, impidiéndome el paso a aquel mundo de fantasía donde tan sólo un niño era capaz de disfrutar.   Claudette pertenecía a aquel mundo, pero yo tan solo fui un visitante privilegiado que se intoxicó con el mundo de los prejuicios, empirismo y objeciones en el que he quedado atrapado por siempre.



2 comentarios:

  1. Curiosa historia que parece perderse en los límites de la imaginación infantíl. O en esos mundos paralelos que algunos creen que existen.
    Saludos.

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    1. Gracias por leerme y por comentar ohma! Espero que te haya gustado!

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